El primer contrabajista de la ópera se jubila a sus 86 años y le hacen la fiesta de despedida. El segundo contrabajista, de 81 años, pasa a ser el primero; el tercero, de 78 años, ocupa el sitio del segundo; el cuarto, de 72, pasa al escaño del tercero; y el quinto, un mozuelo de 68, pasa al lugar del cuarto. Y así se reacomodan.
Llega el domingo para el recién jubilado y no sabe qué hacer: Todos los domingos de su vida, desde que tenía 22 años, tocaba en la ópera. De pronto, tiene una idea:
─¡Voy a ir a la ópera! Pero voy como espectador. Por primera vez la veré desde los palcos.
Esa noche presentaban Carmen de Bizet, y el contrabajista invita a su esposa, y van juntos. Entran al teatro y el jubilado queda maravillado con la música que escucha, con la manera en que tocan sus excolegas contrabajistas. En el intermedio, decide ir a felicitarlos.
─¡Teodomiro! ¡Qué gusto verte por aquí!
─No, muchachos, el gusto es mío. Además, quiero felicitarlos. ¡Qué manera tan maravillosa de tocar!
─Muchas gracias, Teodomiro...
─No, es en serio. Ustedes se están llevando la noche... la gente les aplaude con desenfreno. Es más, ¿se acuerdan del acto II, el compás 128?
─¡Por supuesto! Lo sabemos de memoria...
─Bueno, pues ahí, donde nosotros hacemos: “Bom... bom... brrrrom... Bom... bom... brrrrom”, ¿saben cómo se oye desde el palco?
─No... no lo hemos oído nunca desde el palco. ¿Cómo se oye?
─Se oye: “Toréador, en garde! Toréador! Toréador!...”
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