Corría el año 1202 de nuestra era y los reinos cristianos debían pelear en la Cuarta Cruzada. El rey de Westfalia debía dejar su reino y a su esposa, pero como era desconfiado de su propio ejército, mandó poner a su esposa un cinturón de castidad con un mecanismo tal que cercenara cualquier objeto oblongo que intentara penetrarlo.
En el año 1204 de nuestra era, el rey regresó triunfante, y su arribo fue anunciado con trompetas. Lo primero que hizo el rey, fue averiguar cuáles de sus vasallos de cuantos le habían jurado lealtad, habían cumplido su juramento. De modo que ordenó que uno a uno se bajaran los pantalones. Conforme el rey veía que tenían cercenado el miembro, los iba mandando a decapitar. Desilusionado, ordenó al último de sus caballeros que se bajase los pantalones. Grata fue la sorpresa del rey cuando descubrió que este hombre le había sido leal. Su majestad estalló en júbilo y esperanza, gritando:
─¡Leal caballero! ¡La fidelidad a vuestro rey será justa y hondamente recompensada! ¡Vos podéis gozar ahora de parte de mi fortuna, tenéis derecho a una porción de mis tierras y mis dominios, tendréis vuestro propio ejército, podréis casaros con mi hija! ¡Seréis el primero en mi lista de benefactores! Ahora, dime, ¿qué tenéis que decir?
Complacido, el caballero apenas atinó a balbucir:
─Busha gdacia, dzu bajestá.
(El pobre hombre tenía la lengua cercenada.)
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