Estaban en una fiesta los godos, los visigodos, los otomanos, los celtas y otras tribus, bebiendo cerveza y tajando las carnes a espadazos... dos miembros del ejército mongol degüellan un chivo y brindan con su sangre, cuando de repente se abre la puerta de un manotazo, y se hace el silencio. Por la puerta entra la luz del Sol, que está detrás del intruso, y su sombra se proyecta al interior de la taberna... Es Atila, el azote de Dios. Se hace el silencio. Atila da dos pasos al frente, la luz permite ver su rostro, y echa una mirada al lugar. Todos han dejado de beber y de comer. Atila ve de reojo a los comensales, da unos pasos, y se levanta de la mesa ocho un general tracio.
―¡Atila! Qué bueno que vienes a la fiesta.
―Sí, hombre... No podía faltar si recibí tu invitación.
El general tracio hace una seña a los comensales y éstos siguen comiendo y bebiendo
―Qué bien, qué bien ―le dice el general a Atila―. Pasa, ponte cómodo.
―Muchas gracias, Godofredo.
―¿Te sirvo algo?
―Por el momento no, gracias. Estoy bien.
―Oye, ¿y trajiste amigos?
―Bueno... pues… traje hunos...
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