Va el pastor con su rebaño rebosante de salud; nada entre miles de obejas lanudas, blancas, berreando alegremente, afelpadas, conduce su rebaño, el sol en pleno cenit ilumina los prados, verdes y pululantes de yerba para que puedan pastar las miles y miles de ovejas, que el pastor contempla a una distancia prudente, orgulloso de su rebaño. Pero en eso, canta el gallo y el pobre tipo despierta a las 4:30 a.m. en su pobre jacal, que no es más que tres tejas a medio caerse; voltea al suelo, donde está su jícara rota, y toma con la mano una cucharada de agua mezclada con tierra, con la cual se enjuga la boca y se ayuda a despertar. Se levanta por su rebaño... ¿cuál rebaño? Dos pobres ovejas flacas, ñangas, macilentas y enfermizas, con dos hilos colgándoles, que se supone era la lana. Sale el pastor con ellas para que coman en el campo... un terreno seco, sombrío, el día nublado, el paisaje desértico, yermo, haz de cuenta Luvina; al fondo, un cerro de rocas de donde brotan dos yerbas secas, por las cuales se pelean las pobres ovejas hambrientas. En la cima de ese cerro se sienta el pastor, y comienza a implorar a los cielos:
─¡¿Dónde están mis miles de ovejas blancas?! ¡¿Dónde está mi rebaño rebosante?! ¡¿Dónde quedaron los verdes prados?! ¡¿Dónde están mis tiernos y alegres animales?!
Y el eco... se encogió de hombros.
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