Una pareja de edad madura quiere reavivar su relación y decide entrar a un cine para adultos. Como no quieren ser vistos por nadie, llegan veinte minutos antes de la función, entran a la sala completamente vacía y se sientan en una de las primeras filas. Pasa el tiempo, comienza la proyección de la película y todo avanza sin mayores contratiempos, pero en la escena en que el galán desviste a la seductora joven, la pareja de la primera fila comienza a escuchar unos gemidos y jadeos provenientes, no de la pantalla, sino de la sala. Voltean discretamente y ven que los gemidos los emite un hombre retorcido en una de las butacas, varias filas detrás de ellos.
―Sergio ―dice la mujer―, haz algo para que se calle ese degenerado.
―Pero, ¿qué quieres que yo haga, Marta?
―No sé... tú eres hombre, haz algo.
El hombre se levanta y denuncia el hecho con la taquillera, quien se asoma a la sala y ve al sujeto retorcido en la butaca, y gimiendo sin parar.
―Ah, comprendo ―dice la joven―. Le avisaré al gerente.
Transcurre menos de un minuto y el gerente baja.
―Una pareja ―le informa la taquillera― se queja de que un sujeto está emitiendo unos gemidos impropios durante la proyección.
El gerente se asoma a la sala de cine y ve al sujeto.
―Ah... comprendo.
Se acerca cautelosamente al tipo, por detrás, sin ser visto, hasta ubicarse a su lado. El hombre no deja de gemir. El gerente le dice:
―Caballero, ¿podría mostrarme su boleto, por favor?
Sin dejar de gemir un solo instante, el hombre hace una contorsión, libera una de sus manos, la mete en su saco, saca el boleto y se lo muestra al gerente. El gerente examina el boleto, y dice:
―Caballero, pero éste es un boleto de palco.
Sin dejar de gemir, el hombre dice:―Sí... Me caí...
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