La víspera de Navidad, Teodomiro Agúndez recibe la siguiente orden de su esposa:
-¡Teófilo! Este año no quiero cenar pavo. Quiero cenar conejo con caracoles.
-¿Conejo con caracoles? -Replica el otro-. ¿Y de dónde quieres que saque a esta hora unos caracoles?
-Ah, no sé... Ése es muy tu problema. Tú eres el proveedor de la casa, ¿no? Anda, pues ve y provéeme de unos caracoles.
-Caracoles a esta hora... Y en Navidad...
-Ándate para el Mercado de San Juan... Ese nunca cierra. ¡Nunca!
La discusión siguió más o menos así durante un rato, hasta que el Agúndez va al mercado, encuentra los benditos caracoles, vivos, y los compra. De recreso a su casa pasa por la célebre cantina "Las quince letras", y unis amigos lo ven:
-¡Agúndez! -le gritan-, ¿adónde?
-A mi casa, mano. Mi mujer me mandó a comprar caracoles para la cena.
-Uy, y que vas de mandilón. Anda, échate unos chupes con nosotros.
-No, que tengo que llegar.
-Unos tragos y mira, contigo somos cuatro y nos echamos el dominó...
La discusión siguió más o menos así durante un rato, hasta que Agúndez cede y entra a la cantina. Horas después se dio cuenta de que se le hizo tarde, se excusó rápidamente, dejó pagado su consumo, agarró la bolsa de caracoles y corrió a su casa como desesperado. Cuando llegó a la puerta de su casa, se dijo lo siguiente:
-En la madre... mi mujer ora sí me va a matar... Ve nada más la hora, y yo apenas llego con los caracoles, pero...
En eso estaba Agúndez cuando una brillante idea lo deslumbró.
Sacó entonces los caracoles de la bolsa, los puso en el suelo, afuera de su casa y los dejó a que medio reaccionaran. Entre tanto, se quitó el cinturón, tocó el timbre de su casa y cuando los caracoles empezaron a sacar sus cabezas de sus caparazones, cuando su mujer abrió la puerta y vio aquello, él exclamaba, azotando su cinturón contra el suelo:
-¡Órale, cabrones! ¡Apúrenle! ¡Muévanse y rápidito! ¡¿Qué no ven que ya pasan de las once?! ¡Órale...! ¡Aprieten el paso...!
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