Un mexicano decide irse a Japón a estudiar los secretos del Tao. Al llegar, se recluta en el monasterio Zen de Henan y se pone bajo la tutela del más experimentado y riguroso de los maestros shaolín, quien a su vez fue discípulo del célebre maestro Daisetsu Deshimaru.
Al cabo de un año, el mexicano es el peor de su generación y el único que no se gradúa. Decide intentarlo otra vez y, en la segunda generación, vuelve a ser el de menor rendimiento y no se gradúa. Así le sucede a lo largo de siete años. Harto de no alcanzar el objetivo propuesto, decide ir a hablar directamente con su maestro.
—Maestro —dice el aprendiz mexicano—, no lo comprendo: Me dedico enteramente al aprendizaje de sus artes, llevo siete años aquí, pongo todo mi empeño y... siempre soy el único que no se gradúa. ¿Qué debo hacer, oh gran sabio, para penetrar en los misterios del Tao?
El maestro lo observa, extiende su mirada por el horizonte, medita, y finalmente resuelve:
—¿Has visto cómo en la estación invernal los cerezos pierden su vida y su color y, al llegar el sol de la primavera, retoñan y reverdecen, inflamando el paisaje con su vívido carmín?
—¡Sí, maestro! —exclama el mexicano, pletórico de entusiasmo—, ¡sí, lo he visto!
—¿Has visto cómo las garzas extienden su vuelo en el horizonte al atardecer, hasta perderse en el infinito y fundirse con el misterio de lo desconocido?
—¡Sí, maestro!, ¡sí, lo he visto!
—¿Has visto cómo, cobijados por el silencio de la noche, se aparean los grillos en la soledad, protegidos sólo por la tenue luz del claro de luna?
—¡Sí, maestro!, ¡sí, lo he visto!
—¿Has visto cómo se mecen los campos de arroz, mecidos por el aire de la tarde, extendiendo su murmullo en el firmamento rojizo y purpúreo, mientras se oculta el sol a espaldas del monte Fuji?
—¡Sí, maestro!, ¡sí, lo he visto!
—¡Pues por eso no pasas, cabrón, porque te la pasas viendo pendejadas!